«Suponga usted que se encuentra delante de una colección de calendarios que abarca desde 1900 hasta hoy,
extrae uno de ellos al azar y resulta ser de un año de principio de siglo. A continuación, cierra los ojos y, con
la punta de un lápiz, marca al azar un día. Resulta ser el 16 de junio. Ahora quiere usted saber lo que sucedió
ese día […]. Para ello irá a la Biblioteca Nacional y consultará la prensa. Se encontrará con sucesos,
accidentes, declaraciones de los notables de la época, un montón de polvorientas informaciones y noticias
trasnochadas, indicaciones sospechosas sobre las guerras y revoluciones del momento, etc. […] Lo único que
podrá informarle acerca de lo que surgió en el centro de la vida cotidiana […] serán […] los sucesos, las
pequeñas informaciones marginales»
Henry Lefebvre, La vida cotidiana en el mundo moderno, 1972
Si la cotidianidad es «un hilo conductor para conocer la “sociedad”» (Lefebvre, 1972, p. 41), para un artista documental el espacio cotidiano, empírico, sería el «lugar» de su excavación. Qué es lo que motiva un artista desenterrar documentos, narrar experiencias de la cotidianidad desafiando a través de sus micro-historias las narraciones hegemónicas, sin ser un periodista, un historiador o un arqueólogo e incluso sin ser un archivista, coleccionar y preservar fotografías, objetos, sonidos relacionados con las guerras de Líbano, con su economía social y política, enfocándose, sin embargo, más que en la gestión científica de los documentos, en las emociones y las historias del pasado ligadas a éstos.
Frente a este impulso en que uno se encuentra al ser testigo del desorden y de la violencia de la guerra, de la censura de los eventos del pasado por el discurso del poder del “archivo”, el papel del artista se ve envuelto en una constelación de posiciones donde los límites de categorías fijas se borran, abriendo, así, la posibilidad de una plataforma de investigación arqueológica, de revisión de del pasado e intervención en la (re)escritura de la historia en el presente. La arqueología, como señala Gilles Deleuze, «se ocupa de los estratos, precisamente porque no remite obligatoriamente al pasado. Existe una arqueología del presente» (Deleuze, 1987, p.78). Hay una comunidad de artistas que investigan la relación de la evidencia documental con el contexto social, histórico, cultural y político en estados de crisis, cuestionando tanto a nivel institucional como artístico, la supuesta objetividad, neutralidad, la incuestionable verdad del “archivo” oficial. El desplazamiento de la investigación del registro documental en el campo del arte contemporáneo en los años ’90, alude a un giro fundamental hacia la “narración” (T.J. Demos), la “historia” (Mark Godfrey) y el “archivo” (Hal Foster). El estudio de investigación del artista Libanés Akram Zaatari forma parte de este escenario artístico de los años noventa y se basa, como el de otros artistas de su generación en Beirut, en los (ana)archivos informales, ordinarios y conflictivos capaces de reactivar múltiples historias, de reconfigurar sus significados en el presente y subvertir determinadas narraciones.«Esta aproximación atraviesa la práctica del Zaatari como artista, pero también, como curador, miembro y cofundador de la Arab Image Foundation (AIF): un “archivo de investigación y de prácticas de recolección”» (Zaatari, 2013, s.p.) de fotógrafos aficionados y profesionales del Oriente Medio y del norte de África creado en 1997 por artistas en Beirut.
El objetivo de la AIF es coleccionar, estudiar y preservar estas «huellas desconocidas» (Foster, 2004, p. 5), latentes, que nos hablan de su trayecto histórico, de su experiencia material en la sociedad. El impulso hacia esta “excavación arqueológica” tiene como objetivo la comprensión de la historia y la comprensión de la naturaleza de la fotografía en tanto que un «objeto informado» (Zaatari, 2017, p. 103). Hablamos de estudios enfocados en las historias marginales, en los fragmentos, en las lagunas de archivo con el fin de reactivar y reinterpretar sus huellas. Como afirma Zaatari a propósito de sus expediciones de campo en busca de restos materiales en la región árabe como parte de sus proyectos de investigación en la AIF: «estaba ansioso por descubrir que era lo qué había allí fuera que antes había sido inaccesible para mi» (Zaatari, 2013, s.p.).
Recordemos que para Michel Foucault, la comprensión de nuestra sociedad se posibilita solamente mediante sus “límites”, “rechazos”, “negaciones” o “exclusiones”. Las borraduras, las censuras, las sombras, los fantasmas que interrumpen la linealidad de la historia en la obra de Zaatari, constituyen gestos sociales, culturales y políticos, en fin, historias materiales. Se trata de “pequeñas historias” o de “detalles” a los que Siegfried Kracauer se refería como “primeros planos” cinematográficos (Kracauer, 1995, p. 105) a través de los cuales podía examinar «cómo una sociedad que “exterioriza” a sí misma en términos de visualidad y visibilidad define lo que permanece represivo, oculto de la vista pública» (Hansen, 2002, p. 74). Zaatari coincide con Kracauer, cuando el último declara que son las imágenes las que nos ayudan «a descubrir el mundo material con sus correspondencias psicofísicas» son las que «nos permiten, por primera vez, aprehender los objetos y acontecimientos que comprenden el flujo de la vida material» (Kracauer, 1989, p. 368).
La escritura de la historia que le interesa a Zaatari, es, pues, la de “la historia de la banalidad”. ¿Cómo escribir la historia de la banalidad en estados de crisis? Coleccionar las experiencias de lo ordinario registradas en documentos, fotografías, cartas, objetos o testimonios audiovisuales, seria como coleccionar las historias que se inscriben en ellos. El artista al referirse al contexto de la guerra afirmará: «[…] Los que han vivido las guerras han desarrollado una conexión con las banalidades alrededor de ellas […] con sus efectos y condiciones […] Muchos de nosotros escribía cada día sobre las banalidades de la vida cotidiana en nuestros diarios» (Zaatari, 2014, p. 68).
Nabih Awada, miembro de la Resistencia Libanesa del Partido Comunista, capturado por el ejercito Israelí durante su ocupación del sur del Líbano en 1982, escribía desde la prisión durante diez años en sus diarios sobre sus experiencias, mientras en sus cartas aseguraba a su madre que Todo va bien en la frontera (All is Well on the Border). El homónimo video de Zaatari de 1997, trata de las lagunas del archivo que son «el resultado de censuras deliberadas o inconscientes, de destrucciones, de agresiones, de autos de fe» (Didi-Huberman, 2013, pp. 16-17). La dura geometría del archivo – el control, el encierro, el castigo – tanto espacial como corporal, o bien su estructura represiva y psicológica sobre el cuerpo dominado define aquí un limite. La propia zona ocupada por Israel, la cárcel y el sujeto como campos aislados del resto del mundo constituyen nada más que una multiplicidad de fronteras, de experiencias-limites cuyos efectos traumáticos generan una especie de resistencia, allí donde la ficción y la realidad persisten necesariamente. El concepto de la frontera, del limite como expansión espacial y sustituto de la “totalidad uniforme” del archivo enfatiza aquí las «divisiones y las identificaciones erróneas» (Feldman y Zaatari, 2007, pp.51-52). “Todo va bien” es el efecto de la violencia, del trauma de la guerra y de sus técnicas de sometimiento. Es una fantasía que, al mismo tiempo, comunica algo muy real, tan real que es inimaginable. Es en ésta resistencia, la cual se desarrolla en tales condiciones de extrema violencia, donde se implica la enfermedad de la memoria: «La memoria, como la materia, es plástica, está en continua transformación y se ve afectada por la violencia. El recuerdo podía ser impreciso, prestarse a distorsiones y ser vulnerable a la contaminación de la memoria» (Forensic Architecture, 2017, p. 63). Los hechos de la historia no pueden sino transformarse en fragmentos arqueológicos que destruyen la explicación narrativa, en vulnerables testimonios, narrados por actores y mezclados con otras imágenes y eventos contradictorios plantean cuestiones acerca de una falsa unidad nacional en la representación del “héroe” de la resistencia libanesa como protector territorial cuya “lealtad a la guerra” se define menos por una “certeza ideológica” y más por las «impuestas fronteras construidas alrededor de ella y por las que ha luchado» (Feldman y Zaatari, 2007, p. 62).
Duración y stasis en el archivo
Pasamos del espacio-tiempo estático del archivo al movimiento incesante, cinematográfico del “trafico” de/en las fotografías (de sus transacciones en el tiempo, de la duración de la propia experiencia). El movimiento, la animación, el flujo o la vida que recorre la materialidad de la experiencia es, sin embargo, inseparable del tiempo congelado de la fotografía. La compulsiva relación de Zaatari con la fotografía, gira en torno a lo que Roland Barthes denominaba el “objeto amado”, lo que al mismo tiempo implica la vida y la muerte. ¿Cómo reactivar la “vida” del archivo fotográfico? ¿Cómo liberarlo de su eternidad, de su muerte? ¿Cómo recuperar su cadáver preservado en la tumba de una institución o devolverlo a sus seres queridos? La supervivencia o la muerte del documento fotográfico exige aquí otra aproximación que va más allá de su descripción, clasificación y preservación en las cajas vacías e impersonales del archivo. Estudiar la vida o la muerte de la fotografía, sería cartografíar su experiencia y continua transformación en el espacio-tiempo, en su contacto con la sociedad. Esta es la vivencia de la fotografía después de su producción. La fotografía, no en la fracción temporal de su producción, en el momento histórico que testifica su existencia, sino en sus “múltiples vidas”, como las llama Zaatari, a partir de su producción: su vida en manos de diferente gente, su desplazamiento en diferentes lugares, en fin, su función performativa o su efecto y transmisión, su supervivencia o muerte en el paso del tiempo.
Con intención de entender esta cotidianidad o vivencia social del registro visual, Zaatari propone ir en “contra de la fotografía” y en “contra del archivo”. Lo que en principio podría suponer esta posición sería su crítica sobre las instituciones de la fotografía y sus prácticas de preservación o sobre la propia historia de la fotografía que mira la historia de «unos hombres extraordinarios y no la historia de los usos fotográficos» (Solomon-Godeau, 1991, p. 24). Si la principal idea de la Arab Image Foundation, ha sido la tarea de coleccionar y preservar el material fotográfico gestionando su supervivencia para el futuro, para Zaatari ésta sería su tumba. Frente a ésta limitación intenta ampliar la definición de la preservación abriendo nuevas perspectivas que se alejan de la racionalidad, la pasividad y objetividad científica de la institución: «Sería interesante determinar que es exactamente esencial preservar. Si las emociones se pueden preservar con las imágenes, entonces tal vez devolver una imagen al álbum del donde se tomó, al dormitorio donde se encontró, a la configuración de la que una vez fue parte, constituiría un acto de conservación en su forma más radical» (Zaatari, 2013). Devolver las fotografías a sus seres queridos en tanto un “objeto amado” significaría devolverlas a su “hogar”, devolver su memoria e historia personal a su contexto original, devolver su vida o dejar que muera junto a sus seres queridos. Estos vínculos sociales nos recuerdan que la fotografía no es solamente una imagen, sino también, un objeto material relacionado con lo que Elizabeth Edwards define una «biografía social» (Edwards, 2002). «Contra la fotografía», significaría también, el “desconfinamiento” de las imágenes (Westmoreland, 2017, p.51), siempre condenadas a las aulas neutras de una institución a la que Robert Smithson se refería como una “prisión cultural”. Significaría, pues, plantear cuestiones sobre la naturaleza de la fotografía en un intento de comprender precisamente estas micro-relaciones que hacen de ella un objeto físico capaz de producir diversas experiencias, emociones, sentimientos, gestos, reacciones y comportamientos que conectan «a los humanos con el registro, con la historia y con la practica fotográfica del registro» (Zaatari, 2016, s.p.).
Si Zaatari localiza en la misión principal de la AIF lo que Jacques Derrida llamó un “mal del archivo” que contamina la memoria borrando sus huellas, es que parece querer evitar la muerte de la fotografía o bien su segunda muerte. La misión de una tal institución-archivo no deja de repetir la misión de la propia fotografía que como señala Jean-François Lyotard «guarda como vida la cosa, pero matándola» (Lyotard, 1998, p. 152). La contraposición de Zaatari entre el “archivo” como institución, como arkheion, como una residencia oficial donde los arcontes guardan y controlan los documentos oficiales y el “hogar” como un refugio de recuerdos, un contra archivo, alude a la oposición que hace Lyotard entre el “archivo anónimo” y el “hogar” (domus).
Por un lado, el mundo administrativo, y por otro, el mundo humano. La naturaleza estática del “archivo” excluye o devora la memoria, los relatos y los movimientos dinámicos de la domus-casa. Es decir, su poder en tanto residencia de memorias que se repiten, se narran de una generación a otra, se contagia por un mal: por el «(…) archivo anónimo. Memoria de nadie, sin costumbre, ni relato ni ritmo. Memoria regida por el principio de la razón institucional» (Ibid., p. 196). El “archivo anónimo” y destructivo amenaza con la stasis mientras que el flujo de los relatos «articulan la cultura como una experiencia personal» (Spieker, 2008, p. 4). Frente a la vida administrativa de esa residencia archivística del conocimiento, Zaatari busca la vida humana dentro de los relatos, los sentimientos, en fin dentro de las historias materiales inscritas sólo en el “hogar” (domus) al que pertenecen.
On Photography, People and Modern Times (2010) trata de estos dos mundos contradictorios enfrentados en un video de dos canales. En el entorno personal, familiar y sentimental de los propietarios de las colecciones fotográficas que Zaatari entrevistó durante sus investigaciones de campo, las historias que habitan en las fotografías no sólo se narran, sino también, se tocan, dotando a la fotografía una experiencia táctil y por lo tanto emocional. Mientras que en el entorno impersonal, frío de los guardianes de la AIF, los documentos se presentan como objetos descontextualizados de su entorno social e histórico, se clasifican y se preservan con cuidado llevando sus guantes quirúrgicos. Aquí la historia personal y los efectos viscerales del punctum barthesiano de la fotografía como «herida, “pinchazo”, “accidente”, “pequeña mancha”, “flecha”, o lo que “añado a la foto y que sin embargo está ya en ella» (Barthes, 1989, p. 105) se contrasta con el “saber” del studium, con la mera información y categorización científica del documento. Lejos de ver la fotografía como un “objeto sagrado” preservado para la eternidad, Zaatari ve la preservación dentro de la duración bergsoniana de la experiencia: «Las instituciones de la fotografía en muchos casos fracasan en ver la fotografía como un tipo de registro que podría desencadenar un conjunto de emociones de maneras muy impredecibles» como un «acto de dejar una huella» (Zaatari, 2018, p. 219).
La entropía en la materia física del archivo
¿Qué ocurre cuando el sistema racional del archivo se altera, se vuelve irracional y se desintegra interviniendo críticamente en el tiempo lineal, en el orden periódico del archivo? ¿Qué nos cuentan los estados entrópicos de accidentes, tachaduras, erosiones, fantasmas, sombras, abrasiones como consecuencia del cambio en la función mnemónica del sistema? Si los signos “negativos” tienden a ocupar los signos “positivos” del archivo transformando su “neutralidad” descriptiva, es que llevan consigo las marcas de sus transacciones como son la violencia, la guerra, el trauma, la incertidumbre, la muerte, el poder, la invasión, en fin, sus historias personales, subjetivas y psicológicas.
Una imagen destruida podría ser para el archivo un acto de perdida, pero desde el punto de vista de un artista-arqueólogo, este acto violento, esta pulsión de agresión «podría ser una necesidad de preservación» de emociones, dotando a la fotografía con «otra capa de vida» (Zaatari, 2018, p. 220). En varias ocasiones los archivos recuperados por la AIF han estado infectados, destruidos, sea por la temperatura, por las condiciones ambientales, por la humedad o por las condiciones naturales, por la inundación, el fuego o por el deterioro ocasionado por la guerra. Esas situaciones hablan de la vida material de la fotografía, en tanto un objeto que vive en el espacio-tiempo, un organismo vivo cuya memoria experimenta continuamente cambios, borraduras, transiciones, superposiciones hasta conducirse a la muerte. Las sombras oscuras, latentes en la serie The Construction of Class (2017) definen las huellas supresivas o la mirada jerárquica del poder en la “estructura vertical” del archivo (Sekula, 2003, p. 139). El paisaje del Cairo, del desierto exótico se coloniza por la vida moderna, turística de la burguesía. Los trabajadores que guían en el desierto los turistas de clase alta aparecen en sus objetos-souvenirs fotográficos como fantasmas. La exclusión de los trabajadores de la representación, su tachadura pintada en forma de una mancha oscura, de una sombra que obstaculiza su reconocimiento en la historia, nos habla de la represión, la censura del archivo. Los hombres ordinarios o “infames” de Foucault como los de Zaatari constituyen una «arqueología en miniatura de razón archivística», allí donde se manifiesta que «el poder es ordinario» (Osborne, 1999, pp. 59-61). El repliegue entre los rostros del dominado (habitantes de Trípoli) y del dominador (soldados franceses) se muestra igualmente en las huellas de la guerra en Faces to Faces (2017) donde la mutua contaminación de las placas de vidrio pegadas entre sí tras una inundación permitió la coexistencia de dos perspectivas opuestas.
Fisuras, erosiones, deterioros, sombras o burbujas de humedad, ampliados y expuestos como “primeros planos” cinematográficos que se iluminan uno al lado de otro sobre un soporte traslucido, dan acceso a la dimensión espacio-temporal de la experiencia, de la extrema corporeidad y materialidad de la huella: «La fotografía es una cosa tridimensional […] existe en el tiempo y en el espacio y de este modo en la experiencia social y cultural» (Edwards and Hart, 2004, p. 1).
Por ejemplo, en el plano cinematográfico, como sería The Body of Film (2017) se radiografía la violenta destrucción de la emulsión craquelada del negativo siguiendo las marcas de los trayectos de su experiencia traumática, grabadas por el contexto social y político de la guerra, por la historia personal del fotógrafo Antranick Bakerdjian, quien al ver su casa y su cuarto oscuro destruidos en el barrio armenio de Jerusalén, se vio reforzado a desplazarse continuamente de un lugar a otro y a revelar sus negativos en pésimas condiciones reflejando como «la historia se abre paso hasta una imagen a través de los poros y las grietas de la emulsión sensible» (Zaatari, 2017, p. 101). Mientras que en la serie Sculpting with Time (2017) cuyo título hace alusiones a la realidad del tiempo en el cine de Andrei Tarkovsky, presentada en la exposición The Third Window (2018) la calidad tridimensional de dos negativos que Zaatari examina ampliando a máximo sus erosiones, por un lado, y por otro, desvinculando las burbujas de humedad de lo registrado en el cuerpo del mismo negativo, desentierra sus fantasmas.
La “verdad” de los hechos materiales, las experiencias de lo que el tiempo acumula en Archaeology (2017), se graban sobre una reconstruida placa de vidrio que representa un atleta desnudo a tamaño natural, realizada por el fotógrafo armenio Antranick Anouchian en Trípoli. Zaatari recompone las erosiones de la placa de vidrio original empleando materias como tierra, suciedad, elementos de vidrio roto que enfatizan la expresividad de sus signos plásticos y abstractos los cuales colonizan gradualmente la “escritura documental”, descriptiva de la fotografía hasta volverla a su tumba en Against Photography (2017). A través de un escáner 3D que se usa en el método de la arqueología, el artista registra digitalmente, no la imagen, sino la escritura y la textura del tiempo en la superficie de negativos de gelatina deteriorados por condiciones ambientales. Las abrasiones y los acanalamientos en 12 grabados de planchas de aluminio producidos a partir de dichos negativos nos hablan de la muerte, de la retirada del referente, de la ceguera de la fotografía que aquí adquiere su extrema expresión material y simbólica. La tumba de la fotografía y la fotografía como tumba, como una “imagen-cadáver”: «Si la fotografía se convierte […] en algo horrible es porque certifica […] que el cadáver es algo viviente, en tanto que cadáver: es la imagen viviente de una cosa muerta» (Barthes, 1990, p. 139). Se trata de un organismo vivo que nos escribe desde su tumba, desde su experiencia ciega, desde el «espacio interior— en el espacio cerrado de la escritura» (Cadava, 1997, pp.10-11). Si para Cadava la fotografía es la tumba que escribe su propia muerte, lo que no está presente, aquí la memoria es ciega, «es presa de la muerte […] Sólo en los sitios en que se ha cometido un hecho tremendo, merodean fantasmas» (Kracauer, 1963, pp. 33, 29-30).
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Eirini Grigoriadou Artista y Doctora en Historia del Arte por la Universitat de Barcelona (UB) (Excellent Cum Laude, 2011 y Premio Extraordinario de Doctorado, 2012). Profesora de Historia del Arte de la Universidad de Ioannina, Departamento de Ciencias y Artes Plásticas, Grecia (2017-2018). Investigadora asociada del Global Art Archive (GAA) del proyecto Cartografía crítica del arte y la visualidad en la era global: Nuevas metodologías, conceptos y enfoques analíticos, de la Universitat de Barcelona bajo la dirección de la profesora Anna Maria Guasch Ferrer.